La Pregunta

Por Alicia Bilucaglia

Una tarde, después de conversar con la maestra de mi hija, fui caminando a casa pensando, entre enojada y atónita, en cómo iniciar un diálogo productivo y pacífico con la “acusada”, por supuesto, la nena. Sus calificaciones eran excelentes; el problema consistía en que MI HIJA ponía malas caras ante algunas consignas o comentarios de la docente, la nena ¡¡¡no disimulaba el desacuerdo!!!!

Estaba desconcertada por lo que había escuchado; ¿desde cuándo mi hija no se comportaba como corresponde? ¿qué le estaba pasando??? Y para peor ¡¡¡jamás me había contado nada!!!

Tanto para la maestra como para mí, la cuestión “desacuerdo con la autoridad” era un asunto vital, relacionado con la “formación” de la criatura y su preparación para la vida en la sociedad adulta.

Armada con todo mi bagaje de conocimientos, mi experiencia como docente y como madre que leyó muchos libros sobre “cómo educar a los hijos”; con todo esto, digo, la encaré  y la invité a dialogar.

La lleve aparte, le hablé en un tono, a mi entender, dulce y persuasivo y de a poco, ordenadamente, llegué al tema en cuestión.

Entonces sucedió algo imprevisto: ella me interrumpió, a mí, a MAMÁ. La criatura pronunció (lanzó) su insolente pregunta que nada tenía que ver con lo que yo, tan clara y fundamentadamente, estaba exponiendo. Yo, que siempre supe que la conversación debía terminar con un “sí mami”, escuché la terrible pregunta que crispada me enrostró “¿Acaso no tengo derecho a no estar de acuerdo? ¿Acaso yo no puedo, a veces, pensar distinto de los demás? ¿No hago igual lo que me mandan?”

En ese momento mi ser, con toda mi ciencia y experiencia incluidas, se estremeció. La escuché y me escuché. ¿Quién era yo?

No hubo respuesta, sí un abrazo y lágrimas compartidas.

Hasta aquí una experiencia de mi vida.

Desde entonces el tema de la pregunta y de la disposición para recibirla comenzó a rondarme molestándome socarronamente.

En la vida cotidiana las preguntas y las repuestas constituyen gran parte de nuestras conversaciones. Preguntamos para saber, respondemos para informar, y todo en un ir y venir bastante calculado, casi sin sorpresas.

Pero hay ocasiones en que ellas, las preguntas, llegan de golpe, sin avisar, sin dejarse responder en automático. ¡Cuánta descortesía! Esas palabras especiales se meten sorpresivamente en el cuerpo y allí se quedan tan tranquilas ellas (nosotros no).

Recuerdo en este punto a Sócrates, un filósofo “tábano” para su ciudad, Atenas. Lejos de un escritorio o de un aula, llevó adelante su misión educadora caminando su ciudad, hablando con los suyos, interrogando a todo aquel que se le cruzara proclamando su saber. Al hacerlo, sacudió la imagen pública de muchos de sus conciudadanos, los molestó, y ellos no lo perdonaron.

Este “perturbador social” que cuestionaba movido por el cuidado de su ciudad, terminó sus días bebiendo cicuta en la cárcel.

Hoy algunos podemos llorar esta muerte injusta, pero de haber estado allí, quizás, también hubiésemos firmado la sentencia. Sócrates es como ese amigo, ese jefe, ese coach (o esa hija!) que me pregunta lo que no quiero que me pregunte. Sócrates es ése que ayer nomás mientras tomábamos un café, me hizo ver lo que yo no estaba viendo, el que me mostró otra posibilidad, el que no  me dejó seguir teniendo razón. ¿Cómo no darle cicuta si me invita a cuestionar mi proceder jamás cuestionado?

A partir del relato de una experiencia personal y del recuerdo de un filósofo, los invito a considerar cómo nos comportamos frente a ese extraño, a ese “extranjero”[1] que trae su pregunta.

¿Lo recibimos en la conocida casa de nuestras creencias, verdades y puntos de vista?

¿Quién cobija como dueño de casa a un extranjero? ¿Quién asume el riesgoso papel de extranjero?

Si el dueño de casa cree que su mundo es EL mundo y no recibe a su huésped como extranjero, entonces, probablemente, su vida no se enriquezca mucho con la visita. Si el que llega de afuera cree que en todas partes las personas son iguales, con las mismas tradiciones y costumbres, quizás aprenda poco de su anfitrión.

Darle o no hospitalidad a la pregunta es toda una elección. Más allá de cómo reaccionemos cuando llega, la cuestión es si soportamos su permanencia en nosotros. Si no vemos beneficio, con seguridad nos acompañará poco tiempo.

A veces, cuando el otro no es como nosotros, vamos cerrando nuestros oídos y la única voz  que atendemos es la nuestra sentenciando “ése está equivocado”. Nos resistimos a las diferencias y desesperamos porque nuestra obviedad no es compartida y nuestra verdad, en el fondo la única, se va transformando en mártir de los errores ajenos. Nada mejor que expulsar al extranjero para quedar tranquilos. Si él se va, entonces aquí no ha pasado nada.

A veces decidimos recibir al que viene de afuera bajo ciertas condiciones. No cualquiera tiene permiso de instalarse en medio de nuestras creencias y modos de ser para cuestionarlos o ponerlos en evidencia. No cualquier persona entra en nuestra casa, no cualquiera permanece en ella.  

Una cosa es ser hospitalarios, aceptar la pregunta del extranjero y otra dejar pasar a cualquiera. Una cosa es preguntar como extranjero y otra preguntar teniendo la repuesta conocida de antemano.

¿Qué me pasó que fui sacudida por la pregunta de mi hija, la extranjera? ¿Cuál fue en esa oportunidad el límite para la hospitalidad?

Soy, somos, parte de una cultura, de un modo de pensar y obrar que generalmente, de tan natural, ni siquiera sospecho que está. Mucho de lo que llamamos sentido común es heredado, lo recibí de mi familia, mi ciudad, mi país, de ese mundo occidental y cristiano en que nací.

Ahí están ellas, la cultura, la costumbre, todos los días abrazándome cálidamente. Cada mañana abro los ojos al mundo parada en esa montaña de herencia y como rara vez miro para abajo, no la veo. El vértigo aparece cuando alguien me invita (o me empuja como mi propia hija) a mirar la montaña donde estoy parada.

El extranjero ve mi montaña de historias y hábitos acumulados y advierte ¡hay otras! Con la sola sospecha de que existe una posibilidad que nunca tuve en cuenta, una manera de ser no explorada antes, el paisaje de mi vida puede ganar en espacio para alcanzar lo que hasta hoy era inalcanzable para mí. Ahora sí puedo elegir hospedar o no al extranjero.

Cuando leo que ”siempre que tengamos experiencia del ser humano, lo experimentamos como pregunta, como libertad y apertura”[2] adhiero sin dudar a lo que leo, pero ¡cuántos peros! aparecen cuando me toca vivir la situación. ¡Qué distancia enorme encuentro a veces entre saber y hacer, entre sostener un principio y vivirlo!

Doy cobijo al extranjero, acepto su pregunta. Quizás así mis días pierdan la seguridad habitual que da el saber cómo son las cosas. Todo se pone en riesgo si elijo cambiar, pero ¿acaso no corro riesgo también si digo que ya nada puede cambiar y que mi punto de vista es el único verdadero?

Supongamos, y sólo supongamos, por las dudas, que un día decido dejar de hacer lo de siempre. Supongamos que un día me rindo ante la evidencia de que si voy por el mismo camino voy a llegar siempre al mismo lugar. Supongamos, en fin, que me decido a dudar de mi costumbre e invito libremente a entrar a casa a un coach con sus preguntas de extranjero  ¿Para qué lo invito? Para que me acompañe a cambiar la costumbre que no me sirve para conseguir lo que busco. El coach me va a escuchar sin saberlo todo, me va a mostrar lo que no veo para que tenga la libertad de elegir justo allí donde yo creía que todo estaba decidido.

Si me va a acompañar en la magnífica tarea de hacerme responsable por mi futuro, ¡cómo no hospedarlo!


[1] La figura del “extranjero” está tomada del libro de Derrida, J., La Hospitalidad, Ed. De la Flor, Buenos Aires, 2000

[2] Moltmann, Jürgen. El hombre, Salamanca, Sígueme, 1980.